Allá atrás
Cristian Ramos nos comparte este micro relato que forma parte de un libro del Instituto Superior de Formación Docente en Mar del Plata. Una crónica que nos deja sin aire unos instantes para volver a mirar el rol del docente, sus dilemas y cotidianeidades.
“Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones, ese mismo está creciendo en este instante.”
La periferia cuenta historias y como cada barrio tiene la suya, a veces un tanto más gris que otras, a veces con más colores, colores de lucha, colores de supervivencia, hablar ahí donde se clausuran todos los discursos a veces merece una reflexión previa, lo que implica la participación de uno, limitada a escuchar, escuchar no sólo los llamados “saberes previos” y todo lo que atañe al lenguaje académico y los quehaceres que nos forma una carrera terciaria como la docencia, sino escuchar al otro, que por razones que desconocemos no le es permitido hablar, le es permitido ser un silencio en la historia misma. Por esa razón en cada momento que pisamos el barro para ir a la escuela nos vamos replanteando lo que podemos “enseñar”, qué queda de todo lo que pueda arrimar en esas cuatro horas y que va más allá de las super planificaciones ajustadas al Diseño Curricular y lo que el sistema demanda (¡números!) y quizás desde la simpleza misma de un: “¿Cómo andas?, ¿estaba rica la comida del comedor?”, desde una abrazo cálido o salir de la escuela y tirar el bolso en la plaza y jugar un picadito con los pibes, desde esas simplezas se construye una reparación afectiva a vínculos rotos, fracturados por miles de razones, donde luego se te arrima un pibito y te cuenta que el papá está de viaje en España o Canadá y que uno se da cuenta que el papa está preso, que otros estallan en su comportamiento porque al papá lo trasladaron de penal y ya no lo puede ver seguido, donde otras niñas sufren el abandono de ambos y lloran por las escaleras y son retiradas por las abuelas, que juegan un rol importante de día tras día revolver la olla y venir, a firmar los boletines, otros niños tienen la suerte de tener mamás muy combativas, que llegan a última hora a retirarlos corriendo con el hermanito menor del jardín y también sostienen económicamente la casa trabajando de muchas cosas; otros niños aún, tienen una familia constituida encima de ellos, aún así los niños asisten a la escuela y que uno vaya y esté con ellos, no solo enseñando sino otorgando un espacio donde ellos se expresen, hablen, participen, constituye suma importancia.
Una profesora me comentó una vez algo así como que “los dos brazos del Estado que entran en los barrios son la policía y los maestros y lo que nos diferencia a nosotros de los primeros es que no entramos con armas sino con tizas y libros” y creo que más que representar a un Estado, nosotros vamos a reconstruir un mundo nuevo junto a ellos, donde sus primeros pasos son acompañados por los nuestros, donde podemos sembrar en ellos interrogantes que los movilicen a soñar despiertos, donde cada palabra que aprendan tenga que ver con sus derechos como sujetos, donde aprendan “a pensar” y no “qué pensar”, donde aprender a compartir y no a competir pueda cimentar “un mundo donde quepan muchos mundos” como dice el Subcomandante Marcos.