La verdad en las luces
Hay actividades de la vida cotidiana que realizamos con tal grado de automatización que, en el camino, perdemos el reflexionar. Es lógico, porque el día tiene un ritmo, nuestra agenda ─mental o escrita─ una lista de cosas a cumplir que nos necesitan en constante movimiento. Pero a veces, cuando logramos ganarle al quehacer y disponemos del tiempo, podemos encontrar verdades pequeñas y elementales de una realidad invisible, que se espejan en el mundo natural.
Esta mañana se abrió paso en el tiempo, un pequeño espacio reflexivo, y me dejó ver una verdad que ya estaba dispuesta por toda mi casa en los botones de la luz. Advierto que no estoy a punto de indicar un nuevo y desconocido continente; antes bien quiero compartir mi pequeño descubrimiento matutino…
Conozco bien mi casa. Ahora que no estoy ahí, si alguien me lo pidiera sería capaz de graficar un esquema -bastante fiel- con la distribución de (casi) todo lo que hay dentro.
Aún teniendo tan detallada memoria del lugar, cada día necesito la intervención de la luz llenando el espacio y paseándose entre los objetos hogareños y yo.
Hoy vinieron a mi mente esas ocasiones en las que estoy de salida, ya cerrando el portón, y recuerdo que dejé sobre la mesa -o encima de la cama- algo que debería estar llevando conmigo. Casi siempre estoy tan apurada que me dirijo al lugar donde creo haber dejado aquello y, aunque palpo sin encontrarlo, soy tan obstinada que recorro la zona sin prender la luz “para no demorarme”. «Yo conozco la casa. Lo apoyé acá recién» pienso, mientras mis ojos se acostumbran a la penumbra y doy con dificultad, con lo que necesitaba. Nada expresa mejor cómo manejo a veces “la vida del espíritu”.
Jesús dijo «nadie enciende una luz para ponerla en un sitio bajo y escondido». Siguiendo la observación de mi Maestro, al encender la luz esta mañana noté que en mi vida interior creo poder vivir “palpando en la oscuridad”.
Por la actividad del Espíritu Santo, una verdad es revelada y puedo percibirla en un momento. Entonces más tarde continúo mis movimientos guiada por el recuerdo de esa luz. Por algún motivo no vuelvo a encender la luz para mirar, no busco por ese mismo Espíritu -que continúa en actividad- descubrir una verdad que no distinguí antes.
Pero si no me es posible actuar bajo el recuerdo de una luz natural en un ambiente estático ¿Cómo puedo prescindir de la iluminación que el Espíritu de Dios provee a mi vida para percibir la dirección e intensidad de sus movimientos a cada momento?
La automatización de la vida cotidiana oculta a nuestros ojos asuntos elementales. Viviendo en una zona urbana, hoy presiono un botón o corro un interruptor y disfruto la luz sin ocuparme de las dinámicas de conversión o transporte de energía que suceden.
No es así la iluminación que el Espíritu Santo provoca. Actuar constantemente a la luz de la revelación de Dios requiere estar involucrada. Es más similar a mantener prendida una fogata, o asegurarse que una antorcha no se quede sin brea. Se trata de una luz tan vital que no admite su administración o producción mecanizada, suministrada al por mayor.
No pretendo volver en el tiempo ni instarnos a comprar lámparas de aceite y candelabros. Pero ahora, cada vez que encienda una luz artificial en el mundo natural, las facilidades modernas no me impedirán encontrar al Espíritu que se movía en el principio de los tiempos recordándome que es momento de ocuparme en mantener prendida una luz en el mundo invisible.