Encorvado

Wednesday, April 19th 2017  — 
 Ezequiel Lúgarocuento

Si sólo de mí dependiera, si no causara una repulsión general en nuestra bienamada comunidad, si no constituyera un dolor físico permanente, con pasión me entregaría al acto de encorvar mi inconsistente cuerpo hasta quedar hecho un bollo desparejo, dejando al desnudo mis protuberancias y surcos. Me cubriría de tierra, me trasladaría con andar de reptil hasta el cementerio o basural en las afueras de la ciudad, y haría de esos lugares mi hogar. Me alimentaría, cuando no de insectos, pájaros, roedores y hierba, de carroña y de basura. El último de mis días me encontraría en plenitud de gozo y de miseria, enajenado y febril, borrado por el olvido o la indiferencia, mía y de todos y de todas las cosas.

Pero el destino que me toca es otro, el de ser un ciudadano límpido, vestido como para evitar ser notado, con horarios rigurosos que cumplir en el trabajo, con dinero suficiente como para solventar la permanencia en nuestra hospitalaria comunidad. Y, lejos de quejarme de este destino insípido, lo agradezco, me abrazo a él hasta con el último hilo de fuerzas que me queda, le beso los perfumadísimos pies, me entrego al éxtasis moderado de su alegría, una alegría impasible que todo lo abarca.

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La visita (parte 3)
Monday, August 27th 2018
 Andrés Rumbollcuentofe

¡Rutinaria rutina! Nada más nocivo para la capacidad de asombro: rutina encarnada en rutina.

De repente las luces se apagaron. La oscuridad se apoderó de nuestras miradas como un virus.La ceguera en los corazones llegó a los ojos.Las casas iban una a una entrando en la sombra. La sensación de desamparo se hizo certeza cuando, en las calles, los vecinos se veían por vez primera entre penumbras, para tratar de entender qué pasaba. Intercambiaron direcciones y reconstruyeron a su manera los hechos. Sabiendo que es la única manera de conocer.La respuesta estaba ardiendo sobre los cables. El Fuego no se consumía.Orgulloso en su insolencia, inoportuno y contundente como el amor, sublime y mágico. Total.El desconcierto se volvió señal para aquellos corazones atentos, respetuosos del Espíritu.Sin entender ni poder resolver nada, cada uno volvió a su refugio (cavernas vacías cuando la luz no las adorna) para que el sueño los ayudara a viajar en el tiempo.Nuestra especie sobrevive porque es la mejor adaptada para huir; hasta de sí misma.

El lugar era silencio. Todas las almas estaban cobijadas en sus hogares en muda armonía. Únicamente en los caminos y calles que juntan sus brazos en una inmensa red había vida. Las llamas de los faroles ardían intensa y apasionadamente. La extensa familia de insectos se escuchaba zumbir en canteros y surcos, algún que otro perro disputaba con su querida sombra y algunas aves desveladas componían hermosos cantos a la luna. Sin testigos, más que la noche, una acalorada llama escápose del farol abarcándolo por completo, cual viento de otoño que desviste las copas doradas de los árboles. Ninguna de las apagadas almas se percató del suceso hasta que la llama, poseyendo una rama cercana, tórnose en un árbol de fuego que se desplomaba al suelo echando crujientes ruidos. Tomados por asombro, algunos se asomaron con timidez, otros apresuradamente hasta que todos los vecinos de los vecinos, encendidos por el desconcierto, parloteaban a viva voz apoderados por el imponente fenómeno ante sus ojos. No estaban preocupados, sabían que el árbol de fuego se apagaría sólo al igual que una vela se apaga sóla una vez consumida. Murmurando entre ellos miraban el espectáculo entregados a un sentimiento desconocido. Al rato, cuando la llamarada cesó de arder, volvieron todos a sus humildes fincas también apagando las pequeñas velas, cuales parecían alumbrar vagamente el interior de sus casas. De madrugada, con la luna iluminando la oscuridad matutina, un alma despertó. Levántose de su cómodo lecho, sutilmente, para no despertar a los demás, y entregando su cuerpo al gélido frío, vístiose. Cual fantasma levitando, dirigió sus pasos atravesando la gris neblina hacia el hogar de su vecino, junto al cual, se hicieron mutua compañía compartiendo la predilecta infusión en el camino que lleva al corazón de la ciudad. Sol y luna siguieron rotando y al poco tiempo la neblina disípose con el arribo de un ligero manto celeste que cubrió el cielo. En pleno furor de la ciudad, el camino de los vecinos se bifurcó y cada uno se perdió en la marea de transeúntes a pie y en bicicleta, niños jugando, carros con caballos, mercantiles, artesanos, malabaristas y juglares, vagabundos y demás tipos de gentío, todos empujados o guiados por cierta inercia a cumplir —muchos con duro corazón y de mala gana— sus quehaceres de todos los días. Pululaban los callejones, calles, callecitas de aquella urbe con el alma cansada, parecido a quien, por no haber comprado aceite en el día y ya llegada la noche, no pudo encender las lámparas de su casa, cuales iluminan la entrada de su hogar y el camino por el cual circulan su cohabitantes.

Hoja, por Niggle
Wednesday, November 2nd 2016
 J. R. R. Tolkiencuentoficción

Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. El no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.

Mientras predicaba su sermón dominical, decidido y enérgico, Pickwick sintió un leve estiramiento en los músculos del rostro. En principio lo atribuyó a la tensión propia de la tarea, pero comenzó a preocuparse cuando notó que su audiencia lo miraba estupefacta. De pronto todo era silencio, ojos fijos, bocas abiertas. El reverendo no lo sabía, pero sus orejas habían cobrado vida propia. Lo que para él eran contracciones nerviosas, o tal vez el anuncio de un inminente calambre facial, para su público era algo muy diferente: un espectáculo paralelo, un discurso de gestos y actitudes que afirmaba, ilustraba o contradecía lo que el predicador iba expresando.