Encuentros (parte 3)
3. El diálogo en el espíritu de época
En la catedral de Colonia, hay un órgano estupendo. Pero jamás se toca. Cuando se debe pasar música, se recurre a grabaciones o a esos órganos electrónicos que, se puede decir, funcionan solos y con un sonido prefabricado. Pregunté por qué no se tocaba el maravilloso órgano de la catedral y me respondieron: ‘Suena demasiado majestuoso, demasiado solemne, intimida’. Entonces sí corresponde alarmarse. Eso significa que el ser humano, presa de la tecnología, de un mundo de reproducciones, no soporta las experiencias originales. Y cuando digo originales, me refiero a lo que evoca o remite al origen. Es como si el hombre, cada vez de un modo más acelerado, se estuviera olvidando de sí mismo.1
Hace dos ediciones venimos reflexionando sobre el fenómeno del diálogo y la posibilidad de re-pensar nuestras prácticas comunicativas hospedando al Otro en nuestros encuentros. En esta oportunidad quisiera invitarlos no sólo a agudizar los oídos pero también la mirada respecto de los tiempos que vivimos. Reflexionaba estos días en la dificultad que encierra leer el presente. Es tanto más sencillo por momentos mirar atrás o hacia adelante pero la coyuntura se nos escurre, ayudada por todo un maquinismo (bastante explícito) que promueve ese aturdimiento.
La manera que tenemos de comunicarnos manifiesta una forma particular de pensar, leer y entender lo que nos rodea y podemos ver en nuestro lenguaje comunicativo huellas que evidencian la presencia de un ser que ha cambiado. Una mirada crítica de nuestro lenguaje, tanto comunicativo como artístico, evidencia procesos que reclaman recuperar el diálogo. Muchos pensadores han intentado retratar este espíritu de época, cabe mencionar los profundos aportes de Zygmunt Bauman quien falleció hace sólo unas semanas. Bauman, entre otros pensadores, coincide que en el mundo de lo anónimo, las constantes innovaciones tecnológicas, las cambiantes modas, las alteraciones en la manera de dialogar y el difuso lugar de la comunicación en la vida diaria, puede haber una tendencia a sufrir la paradoja de no poder dotar de sentido la experiencia humana y no saber cómo comunicar, a pesar del gran acceso a las comunicaciones, valga la redundancia. Si no hay diálogo, el ser humano cae presa de una cruda negación de su propia humanidad social, una negación que lleva a la cosificación de su persona y, por ende, a una auto-negación. En esta paradoja, cualquier expresión artística o comunicativa producida desde ahí puede convertirse en un elemento con fines utilitarios sino una anestesia que contribuye al letargo. Un proceso que, en términos de Walter Benjamin, conlleva la pérdida del aura por la reproductibilidad técnica. Benjamin sostiene que la obra de arte tiene una existencia única en un tiempo y dentro de una historia, por eso, la autenticidad escapa a la reproductibilidad técnica, es todo aquello que a partir de su origen puede ser transmitido como tradición. De aquí se desprende el concepto de aura, como aquella singularidad y experiencia irrepetible. Según este autor, el problema de la modernidad es precisamente la destrucción del aura, ya que la percepción sensorial del humano es condicionada históricamente, como se observa claramente en la citada situación del órgano en Colonia.
Alessandro Baricco, en su ensayo sobre Los Bárbaros2, expone de manera muy clara el espíritu de nuestra época y cómo este cambio civilizatorio se manifiesta en nuestra comunicación. Para el italiano, esta mutación significa una pérdida del alma; la humanidad, reflexiona, ha llegado a un nivel de praxis que disipa el sentido, la profundidad, la complejidad, la riqueza original, la nobleza. Concluye que “el alma se pierde cuando se dirige hacia una comercialización en auge”3, y este proceso no es ajeno a las maquinaciones imperialistas que buscan sus propias imposiciones.
De esta manera, se me vienen a la mente las palabras de Jesús dirigidas a los fariseos: “Saben interpretar las señales del clima en los cielos, pero no saben interpretar las señales de los tiempos” (Mateo 16:2-4). ¿Sabemos los cristianos del siglo XXI entender los tiempos que nos tocan? La propia pertenencia a esa coyuntura donde ha habido un cambio civilizatorio posiciona al ser humano como consumidor, y así, la relación con el saber se ha convertido en una ilusión de identidad. Y por eso, el diálogo se convierte así en el anhelo que intenta atenuar los efectos de la pérdida del aura y la cosificación fetichista. Si la comunicación ha cambiado, los códigos y las relaciones también (y por ende el lenguaje), entonces encontramos en nuestras relaciones e incluso en la misión cristiana, huellas relacionadas con una manera de dialogar y comunicarse que ha cambiado. Las fórmulas ensayadas y las maneras de construir vínculos e interactuar con el prójimo, también están dentro de esta mutación.
Leyendo la historia de Richard Wumbrandt, pastor evangélico durante la ocupación rusa en Rumania, me conmovió profundamente su manera de entender el tiempo que le tocaba vivir. Salvando las distancias propias del contexto comunista, es interesante conocer cómo el desafío de la iglesia en ese contexto implicaba una restauración profunda de las personas y compartir el evangelio a los soldados soviéticos implicaba también ayudarlos a recuperar una identidad individual perdida. En ese acercamiento hacia los soldados, la iglesia subterránea pudo ver el milagro del evangelio ya que los soldados rusos que se acercaban a Jesús con corazón sincero, no sólo experimentaban una salvación de sus almas sino que la conversión también implicaba recuperar su personalidad.
Nuestro desafío hoy tiene algunos elementos en común, ¿sabremos acompañarnos en esa reconciliación con las experiencias más primarias de lo que somos? Como reflexionábamos también en la edición anterior de Fenómenos, la necesidad de una misión integral sigue estando presente, y las demandas se complejizan. Los tiempos que nos convocan exigen de nosotros el “estar atentos”, como tanto se menciona en los evangelios. Atentos a entender estos tiempos dejando que el Espíritu nos ayude a interactuar con estos cambios de una manera sana y que redima a las personas de manera integral. Compartiendo una salvación no limitada por nuestra propia fe, sino que reconcilie a las personas en la totalidad de su ser, en sus comunicaciones y en sus vínculos.