Carta a Diogneto
1. ¿Qué es dialogar?
Autor y destinatario desconocidos. Siglo II. Tal vez escrita por Cuadrato, obispo de Atenas, y dirigida al emperador Adriano, antiguo arconte de Atenas en el año 112.
I. EXORDIO
Como veo, excelentísmo Diogneto, que tienes gran interés en comprender la religión de los cristianos y que tus preguntas respecto a los mismos –sobre el Dios en quien confían y cómo le adoran para no tener en consideración el mundo y despreciar la muerte; sobre cómo no hacen el menor caso de los tenidos por dioses por los griegos, ni tampoco observan la superstición de los judíos; sobre la naturaleza del afecto que se tienen los unos por los otros; y sobre por qué este nuevo interés ha surgido en las vidas de los hombres ahora y no antes–, son hechas de modo preciso y cuidadoso, te doy el parabién por tal celo y pido a Dios que nos proporciona tanto el hablar como el oír, que a mí me sea concedido el hablar de tal forma que tú puedas mejorar por el oír; y a ti que puedas escuchar de modo que quien habla no se vea decepcionado.
II. REFUTACIÓN DE LA IDOLATRÍA
Así pues, despréndete de todas las opiniones preconcebidas que ocupan tu mente, descarta el hábito que te extravía y pasa a ser un nuevo hombre, por así decirlo, desde el principio, como uno que escucha una historia nueva, tal como tú has dicho de ti mismo. Mira no sólo con tus ojos, sino con tu intelecto también, de qué sustancia o de qué forma resultan ser estos a quienes llamáis dioses y a los que consideráis como tales. ¿No es uno de ellos de piedra, como la que hollamos bajo los pies, y otro de bronce, no mejor que las vasijas que se forjan para ser usadas, y otro de madera, que ya empieza a ser presa de la carcoma, y otro de plata, que necesita que alguien lo guarde para que no lo roben, y otro de hierro, corroído por la herrumbre, y otro de arcilla, material no mejor que el que se utiliza para cubrir los servicios menos honrosos? ¿No son de materia perecedera? ¿No están forjados con hierro y fuego? ¿No hizo uno el escultor, y otro el fundidor de bronce, y otro el platero, y el alfarero otro? Antes de darles esta forma la destreza de estos artesanos, ¿no le habría sido posible a cada uno de ellos cambiarles la forma y hacer que resultaran utensilios diversos? ¿No sería posible que las que ahora son vasijas hechas del mismo material, puestas en las manos de los mismos artífices, llegaran a ser como ellos? ¿No podrían estas cosas que ahora tú adoras hacerse de nuevo vasijas como las demás por medio de manos de hombre? ¿No son todos ellos sordos y ciegos, sin alma, sin sentido, sin movimiento? ¿No se corroen y pudren todos ellos? A estas cosas llamáis dioses, de ellas sois esclavos y las adoráis; y acabáis siendo lo mismo que ellos. Y por ello aborrecéis a los cristianos, porque no consideran que sean dioses. Porque, ¿no los despreciáis mucho más vosotros, que en un momento dado les tenéis respeto y los adoráis? ¿No os mofáis de ellos y los insultáis en realidad, adorando a los que son de piedra y arcilla sin protegerlos, pero encerrando a los que son de plata y oro durante la noche, y poniendo guardas sobre ellos de día, para impedir que os los roben? Y, por lo que se refiere a los honores que creéis que les ofrecéis, si son sensibles a ellos, más bien los castigáis con ello, mientras que si son insensibles les reprocháis al propiciarles con la sangre y sebo de las víctimas. Que se someta uno de vosotros a este tratamiento, y que sufra las cosas que se le hacen a él. Sí, ni un solo individuo se someterá de buen grado a un castigo así, puesto que tiene sensibilidad y razón; pero una piedra se somete, porque es insensible. Por tanto, desmentís su sensibilidad. Bien; podría decir mucho más respecto a que los cristianos no son esclavos de dioses así; pero aunque alguno crea que lo dicho no es suficiente, me parece que es superfluo decir más.
III. REFUTACIÓN DEL JUDAÍSMO
Luego, me imagino que estás principalmente deseoso de oír acerca de que no practican su religión de la misma manera que los judíos. Los judíos, en cuanto se abstienen del modo de culto antes descrito, hacen bien exigiendo reverencia a un Dios del universo y considerarle como Señor, pero en cuanto le ofrecen este culto con métodos similares a los ya descritos, están por completo en el error. Porque en tanto que los griegos, al ofrecer estas cosas a imágenes insensibles y sordas, hacen una ostentación de necedad, los judíos, considerando que están ofreciéndolas a Dios, como si Él tuviera necesidad de ellas, deberían en razón considerarlo locura y no adoración religiosa. Porque el que hizo los cielos y la tierra y todas las cosas que hay en ellos, y nos proporciona todo lo que necesitamos, no puede Él mismo necesitar ninguna de estas cosas que Él mismo proporciona a quienes se imaginan que están dándoselas a Él. Pero los que creen que le ofrecen sacrificios con sangre y sebo y holocaustos, y le honran con estos honores, me parece a mí que no son en nada distintos de los que muestran el mismo respeto hacia las imágenes sordas; porque unos creen apropiado hacer ofrendas a cosas incapaces de participar en el honor, y los otros a quien no tiene necesidad de nada.
IV. INANIDAD DE LAS OBSERVANCIAS JUDAICAS
Pero, además, sus escrúpulos con respecto a las carnes, su superstición con referencia al sábado y la vanidad de su circuncisión y el disimulo de sus ayunos y lunas nuevas, yo [no] creo que sea necesario que tú aprendas gracias a mí que son ridículas e indignas de consideración alguna. Porque, ¿no es impío el aceptar algunas de las cosas creadas por Dios para el uso del hombre como bien creadas, pero rehusar otras como inútiles y superfluas? Y, además, el mentir contra Dios, como si Él nos prohibiera hacer ningún bien en el día de sábado, ¿no es esto blasfemo? Además, alabar la mutilación de la carne como una muestra de elección, como si por esta razón fueran particularmente amados por Dios, ¿no es ridículo? Y en cuanto a observar las estrellas y la luna, y guardar la observancia de meses y de días, y distinguir la ordenación de Dios y los cambios de las estaciones según sus propios impulsos, haciendo algunas festivas y otras períodos de luto y lamentación, ¿quién podría considerarlo como una exhibición de piedad y no mucho más de necedad? El que los cristianos tengan razón, por tanto, manteniéndose al margen de la insensatez y error común de los judíos, y de su excesiva meticulosidad y orgullo, considero que es algo en que ya estás suficientemente instruido; pero, en lo que respecta al misterio de su propia religión, no espero que puedas ser instruido por ningún hombre.
V. PARADOJAS CRISTIANAS
Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos; ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor peculiar de conducta admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se les desconoce y se les condena. Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se les maldice y se les declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores; condenados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extranjeros; son perseguidos por los griegos y, sin embargo, los mismos que les aborrecen no saben decir el motivo de su odio.
VI. LOS CRISTIANOS, ALMA DEL MUNDO
Mas para decirlo brevemente, lo que es el alma al cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo: los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel, cuerpo visible; así los cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión sigue siendo invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están presos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; así los cristianos viven como de paso en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción en los cielos. El alma, maltratada en comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los cristianos, amenazados de muerte cada día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él.
VII. ORIGEN DIVINO DEL CRISTIANISMO
Porque no es, como dije, invención humana esta [religión] que a ellos les fue transmitida, ni consideraran digno de ser tan cuidadosamente observado un pensamiento mortal, ni se les ha confiado la administración de misterios terrenos. No, sino Aquél que es verdaderamente omnipotente, creador del universo y Dios invisible, Él mismo hizo bajar de los cielos su Verdad y su Palabra santa e incomprensible y la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus corazones. Y eso, no mandándoles a los hombres, como alguien pudiera imaginar, alguno de sus servidores, o a un ángel, o príncipe alguno de los que gobiernan las cosas terrestres, o alguno de los que tienen encomendadas las administraciones de los cielos, sino al mismo Artífice y Creador del universo; Aquél por quien creó los cielos; por quien encerró al mar en sus propias lindes; Aquél cuyo misterio guardan fielmente todos los elementos; de cuya mano recibió el sol las medidas que ha de guardar en sus carreras del día. ¿[No ves] que los echan a las fieras para que nieguen al Señor, y, con todo, no lo consiguen? ¿No ves que cuanto más los castigan, tanto más abundan? Estas no son las obras del hombre; son el poder de Dios; son pruebas de su presencia.
VIII. LA MANIFESTACIÓN DE DIOS EN LA ENCARNACIÓN
Porque ¿quién, en absoluto, de entre los hombres, supo jamás qué cosa sea Dios antes de que Él mismo viniera? ¿O es que vas a aceptar los vanos y estúpidos discursos de los reputados filósofos? Algunos de ellos afirmaron que Dios era fuego (¡a donde tienen ellos que ir, a eso llaman Dios!); otros, que agua; otros, cualquiera de los elementos creados por el mismo Dios. Y no hay duda que, si alguna de estas proposiciones fuera aceptable, podría con la misma razón afirmarse de cada una de las demás criaturas que es Dios. Mas todo eso no pasa de monstruosidades y desvarío de hechiceros; y lo cierto es que ningún hombre vio ni conoció a Dios, sino que fue Él mismo quien se manifestó. Ahora bien, se manifestó por la fe, única a quien se le concede ver a Dios. Y, en efecto, aquel Dios, que es Dueño soberano y Artífice del universo, el que creó todas las cosas y las distinguió según su orden, no sólo se mostró benigno con el hombre, sino también longánime. A la verdad, siempre fue tal y lo sigue siendo y lo será, a saber: clemente y bueno y manso y veraz; es más, sólo Él es bueno. Y habiendo concebido un grande e inefable designio, lo comunicó sólo con su Hijo. Ahora bien, en tanto mantenía en secreto y guardaba su sabio consejo, parecía que no se cuidaba y que nada de nosotros le importaba; mas cuando nos lo reveló por medio de su Hijo amado y nos manifestó lo que tenía dispuesto, desde el principio, todo nos lo dio juntamente; no sólo tener parte en su bien, sino ver y entender cosas que ninguno de nosotros hubiera jamás esperado.
IX. LA ECONOMÍA DIVINA
Así, pues, cuando Dios lo tuvo todo dispuesto en Sí mismo juntamente con su Hijo, en el tiempo pasado permitió, segùn nuestro talante, que nos dejáramos llevar de nuestros desordenados impulsos, arrastrados por placeres y concupiscencias. Y no es en absoluto que Él se complaciera en nuestros pecados, sino que los soportaba. Ni es tampoco que Dios aprobara aquel tiempo de iniquidad, sino que estaba preparando el tiempo actual de justicia, a fin de que, convictos en aquel tiempo por nuestras propias obras de ser indignos de la vida, fuéramos hechos ahora dignos de ella por la clemencia de Dios; y habiendo hecho patente que por nuestras propias fuerzas era imposible que entráramos en el reino de Dios, se nos otorgue ahora el entrar por la virtud de Dios. Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo y se puso totalmente de manifiesto que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y muerte, venido el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos en adelante su clemencia y poder (¡oh, benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos aborreció, no nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien se mostró longánime, nos soportó; Él mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí nuestros pecados; Él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros; al Santo por los pecadores, al Inocente por los malvados, al Justo por los injustos, al Incorruptible por los corruptibles, al Inmortal por los mortales. Porque, ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pecados sino la justicia suya? ¿En quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque, oh obra insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo y la justicia de uno sólo justificara a muchos inicuos! Así, pues, habiéndonos Dios convencido en el tiempo pasado de la imposibilidad, por parte de nuestra naturaleza, de alcanzar la vida y habiéndonos mostrado ahora al Salvador que puede salvar aún lo imposible, quiso que tuviéramos fe en su bondad y le miráramos como a nuestro sustentador, padre, maestro, consejero, médico, inteligencia, luz, honor, gloria, fuerza, vida… y no andemos preocupados por el vestido y la comida.
X. LA CARIDAD, ESENCIA DE LA NUEVA RELIGIÓN
Si deseas alcanzar tú también esa fe, trata, ante todo, de adquirir conocimiento del Padre. Porque Dios amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a los que sometió cuanto hay en la tierra, a los que concedió inteligencia y razón, a los únicos que permitió mirar hacia arriba para contemplarle a Él, los que plasmó de su propia imagen, a los que envió su Hijo Unigénito, a los que prometió su reino en el cielo, que dará a los que le hubieren amado. Ahora, conocido Dios Padre, ¿de qué alegría piensas que serás colmado? ¿O cómo amarás a quien hasta tal extremo te amó antes a ti? Y en amándole, te convertirás en imitador de su bondad. Y no te maravilles de que el hombre pueda llegar a ser imitador de Dios. Queriéndolo Dios, el hombre puede. Porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y violentar a los necesitados. No es así como nadie puede imitar a Dios, sino que todo eso es ajeno a su magnificencia. El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que está pronto a hacer bien a su inferior en aquello justamente en que él es superior; el que, suministrando a los necesitados lo mismo que él recibió de Dios, se convierte en Dios de los que reciben de su mano, ése es el verdadero imitador de Dios. Entonces, aun morando en la tierra, contemplarás cómo tiene Dios su imperio en el cielo; entonces empezarás a hablar los misterios de Dios; entonces amarás y admirarás a los que son castigados de muerte por no negar a Dios; entonces condenarás el engaño y extravío del mundo, cuando conozcas la verdadera vida del cielo, cuando desprecies la que aquí parece muerte, cuando temas la que es de verdad muerte, reservada para los condenados al fuego eterno, fuego que ha de atormentar hasta el fin a los que fueren arrojados a él. Cuando este fuego conozcas, admirarás y tendrás por bienhadados a los que, por amor de la justicia, soportan este otro fuego de un momento.
XI. EPÍLOGO
No hablo de cosas peregrinas ni voy a la búsqueda de lo absurdo, sino, discípulo de los Apóstoles, me convierto en maestro de las naciones: yo no hago sino transmitir lo que me ha sido entregado a quienes se han hecho discípulos dignos de la verdad. Porque ¿quién que haya sido rectamente enseñado y engendrado por el Verbo amable, no busca saber con claridad lo que fue manifiestamente mostrado por el mismo Verbo a sus discípulos? A ellos se lo manifestó, en su aparición, el Verbo, hablándoles con libertad. Incomprendido por los incrédulos, Él conversaba con sus discípulos, los cuales, reconocidos por Él como fieles, conocieron los misterios del Padre. Por eso justamente Dios envió al Verbo, para que se manifestara al mundo; Verbo que, despreciado por el pueblo, predicado por los Apóstoles, fue creído por los gentiles. Él, que es desde el principio, que apareció nuevo y fue hallado viejo y que nace siempre nuevo en los corazones de los santos. Él, que es siempre, que es hoy reconocido como Hijo, por quien la Iglesia se enriquece, y la gracia, desplegada, se multiplica en los santos; gracia que procura la inteligencia, manifiesta los misterios, anuncia los tiempos, se regocija en los creyentes, se reparte a los que buscan, a los que no infringen las reglas de la fe ni traspasan los límites de los Padres. Luego se proclama el temor de la ley, se reconoce la gracia de los profetas, se asienta la fe de los Evangelios, se guarda la tradición de los Apóstoles y la gracia de la Iglesia salta de júbilo. Si no contristas esta gracia, conocerás lo que el Verbo habla por medio de quienes quiere y cuando quiere. Y, en efecto, cuantas cosas fuimos movidos a explicaros con celo por voluntad del Verbo que nos las inspira, os las comunicamos por amor de las mismas cosas que nos han sido reveladas.
Si con empeño las atendiereis y escuchareis, sabréis qué bienes procura Dios a quienes lealmente le aman, cómo se convierten en un paraíso de deleites, produciendo en sí mismos un árbol fértil y frondoso, adornados de toda variedad de frutos. Porque en este lugar fue plantado el árbol de la ciencia y el árbol de la vida; pero no es la ciencia la que mata, sino la desobediencia es la que mata. En efecto, no sin misterio está escrito que Dios plantó en el principio el árbol de la ciencia y el árbol de la vida en medio del paraíso, dándonos a entender la vida por medio de la ciencia; mas, por no haber usado de ella de manera pura los primeros hombres, quedaron desnudos por seducción de la serpiente. Porque no hay vida sin ciencia, ni ciencia segura sin vida verdadera; de ahí que los dos árboles fueron plantados uno cerca de otro. Comprendiendo el Apóstol este sentido y reprendiendo la ciencia que se ejercita sin el mandamiento de la verdad en orden a la vida, dice: La ciencia hincha, mas la caridad edifica. Porque el que piensa saber algo sin la ciencia verdadera y atestiguada por la vida, nada sabe, sino que es seducido por la serpiente por no haber amado la vida. Mas el que con temor ha alcanzado la ciencia y busca además la vida, ése planta en esperanza y aguarda el fruto. Sea para ti la ciencia corazón; la vida, empero, el Verbo verdadero comprendido. Si su árbol llevas y produces en abundancia su fruto, cosecharás siempre lo que ante Dios es deseable, fruto que la serpiente no toca y al que no se mezcla engaño; ni Eva es corrompida, sino que es creída virgen; la salvación es mostrada, los Apóstoles se vuelven sabios, y la Pascua del Señor se adelanta, y con el mundo se desposa y, a par que instruye a los santos, se regocija el Verbo, por quien el Padre es glorificado.
A Él sea la gloria por los siglos. Amén.
[Texto completo de la Carta, según la edición de Daniel Ruiz Bueno en Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950. La traducción ha sido ligeramente adaptada por IGLESIA VIVA]